Le habían hecho ocho minutos de reanimación cardiopulmonar (RCP) hasta que volvió: le pusieron Lázaro (levántate y anda).
El plan era que Estefanía arrancara la quimioterapia al día siguiente de la cesárea pero una fiebre feroz le impidió empezar el tratamiento e incluso subir a conocer a su hijo. Mientras ella luchaba por sobrevivir en una habitación, Lázaro hacía lo mismo en una incubadora. Tuvo apneas (ausencia de respiración durante más de 20 segundos, frecuente en los prematuros) y sobrevivió a varios paros cardiorrespiratorios.
«A él le tocó nacer antes de tiempo y aguantar para que yo pudiera salvarme. Pesaba un kilo y se la bancaba, era tan chiquito y hacía tanta fuerza para sobrevivir… ¿cómo no iba a poder yo?», cuenta Estefanía. «Casi se va todo el proyecto de familia al tacho, todo, pero mi hijo me daba fuerza para seguir. No sé qué hubiera sido de mí si él no hubiera aguantado».
En la Navidad de 2016, luego de casi tres meses de internación, a Lázaro le dieron el alta. Lo fue a buscar Ezequiel, su papá: «Hubiese querido agradecer a todos los profesionales lo que hicieron por él pero se me hizo tal nudo en la garganta cuando lo alcé que no pude hablar», sigue él. No pudo hablar pero cada vez que vuelve a verlos los abraza, que es una forma de decir gracias.
Fue durante esos días -octubre de 2016- que a Estefanía le dijeron que iba a necesitar un trasplante de médula ósea. Quien terminó siendo compatible fue su hermano, el mismo hermano que había sido el puente entre ella y Ezequiel cuando eran chicos.
Estefanía estaba enfocada: era tal el drama que la caída del pelo era una anécdota («Se me cae porque me estoy curando»). Pero todavía faltaba lo peor: Lázaro le contagió un virus, por lo que tuvieron que suspender el trasplante. Una bacteria se fue a los pulmones y le provocó una neumonía, después se fue a una pierna, lo que la dejó al filo de la amputación. Pasó los siguientes tres meses internada y otra bacteria que se instaló en el estómago hizo que dejara de comer.
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«Pesaba 47 kilos, 20 menos que cuando había quedado embarazada. Lázaro estaba con mi marido y mi mamá, tenía vacunas y algunas vacunas son virus vivos así que yo casi no podía verlo. No tengo registro de sus primeros meses de vida». Que el trasplante funcionara era la última esperanza.
Los médicos contaron que conocían casos de maridos que depositaban a sus mujeres en ese estado en un hospital y no volvían. Pero con Estefanía estaba Ezequiel, su amor desde la adolescencia. Fue él quien pidió ocuparse de cambiarle los pañales a su esposa cuando pesaba menos de 50 kilos. Lo hacía con la luz baja, en una nueva forma de intimidad.
—Estefi, dale la bienvenida a la nueva médula— le dijo una enfermera que hacía reiki. Estefanía lo hizo.
«Nunca me voy a olvidar del día en que nos dieron la noticia. El cuerpo no la había rechazado y la médula nueva había empezado a funcionar», recuerda Ezequiel, y se emociona.
Recién cuando Lázaro tenía 10 meses, los tres volvieron a casa. Estefanía dejó de ser la mujer exigente que trabajaba 12, 14 horas por día y puso en primer lugar «los minutos de vida que tengo con mi familia».
Lázaro ya tiene 2 años y 8 meses y todavía no va al jardín. «No -se ríe ella- me lo quiero quedar para mí. Me perdí el principio de su vida, quiero disfrutarlo. Pasaron dos años del trasplante y estoy muy bien pero obvio, a veces tengo miedo de que esta cosa vuelva. Es por eso: pase lo que pase quiero que él haya disfrutado de su mamá lo máximo posible».
Fuente: Infobae
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