A diario y en forma reiterada y persistente nos informamos sobre la cantidad de víctimas y de contagios de corona virus.

En ese devenir nos domina el miedo a ser afectados por el virus y hacemos lo posible por inventar rutinas entre cuatro paredes, para amortiguar cambios bruscos del ánimo y hasta evitar desórdenes del sueño.

Frente a este escenario ¿Alguien se ha preguntado cómo influye ese temor en nuestra salud integral ?

Llevo doce años como asistente y animador en más de mil sesiones de quimioterapia, acompañando a pacientes y familiares, dentro y fuera de los hospitales, y conozco cuánto influyen el ánimo y las emociones en la evolución de una enfermedad . He sido partícipe de cientos de historias en las que el derrotero emocional del paciente y de quienes lo acompañan hace la diferencia entre un destino u otro. Sé, con certeza, que la empatía, la escucha y la palabra justa (no frases hechas), la compasión en lugar de la lástima, y hasta una dosis de alegría resultan fundamentales para la salud integral.

La población en general hoy se enfrenta a dos clases de temores. El que nos previene de peores males y nos mueve a la acción. Y el que, por reiterativo, deviene en terror, nos paraliza y afecta seriamente nuestra estructura inmunológica. Los mensajes que hoy circulan pueden influirnos en un sentido o en otro, según sea nuestra circunstancia personal (desde nuestro mayor o menor acceso a los bienes esenciales a nuestro nivel de vulnerabilidad emocional).

Por eso, en las decisiones que se toman para administrar recursos y prevenir el desborde del sistema de salud también deberían evaluarse variables no tangibles como el impacto psicológico en nuestra salud física.
Ese sedimento de información y de opiniones tiene un efecto invisible pero nocivo en nuestro estado de alerta o, lo que es lo mismo, en nuestras defensas.

Para estar sano no alcanza con usar tapabocas y lavarse las manos en forma constante, o privarse del encuentro con otros.

Resulta también necesario valorar otros aspectos como el impacto del estrés, la angustia y la depresión ¿Por qué no evaluarlos como factores de riesgo en un momento como el actual, en el que tomamos mayor conciencia de nuestra fragilidad a escala planetaria?

Nuestro sistema inmune está formado por células, tejidos y órganos que trabajan en forma coordinada para protegernos frente a la amenaza de microorganismos patógenos y elementos tóxicos. Este sistema, sin embargo, se resiente si nuestra alimentación no es suficiente ni equilibrada, si de pronto se altera nuestra forma de vida, si no dormimos cierta cantidad de horas e incluso si nos falta ejercicio físico o decae nuestro ánimo.

Por eso, en medio de una pandemia el desafío no sólo debería ser preparar y aumentar recursos como camas disponibles en terapias intensivas o respiradores artificiales sino también administrar el discurso en la escena pública, pues aunque apunta a la prevención, por repetido, puede influir negativamente en ciertos grupos.

Es tan importante poner énfasis en no contagiarnos pero también lo es en determinar cómo nos encuentra el virus si nos contagiamos.

Habría que observar, por ejemplo, de qué manera afecta a los mayores escuchar varias veces al día que son los que más riesgo afrontan ante un virus para el que aún no hay tratamiento eficaz. Sería oportuno que nos pusiéramos en su lugar y, ante la posibilidad latente de una internación, a causa del coronavirus, percibiéramos hasta qué punto las voces atemorizantes han influido en sus defensas, justo cuando las necesitan más fuertes.

En esta circunstancia sería importante no perder de vista que hacer hincapié en lo emocional no es sinónimo de debilidad pues se trata de un aspecto fundamental que puede hacer la diferencia entre estar sano o enfermarse.

Habría que estudiar cientificamente cuánto influyó en la muerte en el mundo de los que contrajeron Covid-19, en que estado anímico se contagió esa persona, sumado a la ansiedad sobre su propio final y la soledad y aislamiento en la que estuvieron sumergidos durante sus últimos días.

Porque la síntesis que hacemos sobre la situación que atravesamos y las emociones que generamos al respecto, si bien no pueden evaluarse mediante aparatos tecnológicos, se sabe que nos ayudan a afrontar mejor los riesgos o, por el contrario, nos dejan más expuestos.

Desde este punto de vista, enfermarse no sería solamente ser afectado por factores externos a nosotros sino también por los estados interiores, que tantas veces suelen minimizarse en los tratamientos clínicos. La cura, en ese sentido, no sólo dependería de lo que los médicos pueden hacer por nosotros sino de lo que nosotros podemos gestionar desde nuestra interioridad, apoyándonos en una lectura más honda y más amplia de lo que nos pasa.

Pero sobre todo, es indispensable pensar que el miedo al contagio y el confinamiento sostenido podrían debilitar nuestras defensas si el primero se acentúa al punto de convertirse en ansiedad y en angustia, y el segundo ahoga nuestra necesidad de aire libre..

No habría que interpretar, sin embargo, que está planteada una oposición entre miedo absoluto y encierro total versus arrojo irresponsable al contacto social. Por el contrario, el desafío consiste en buscar un equilibrio entre lo que podemos hacer por nuestro bien, afrontando cierta intemperie, y aquello de lo que aún conviene privarse, no sólo por el cuidado individual sino también por el bienestar colectivo.

La manera en que sobrellevamos el encierro,la baja de las defensas por el encierro, la preocupación por la caída o la falta de trabajo y la angustia por la situación económica general influirán directamente en nuestra salud y en consecuencia en la cantidad de respiradores artificiales y las camas en los hospitales que se demandan y se demandarán en el futuro inmediato.

Mariano Rodríguez Larreta

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