El veraneo es una gran oportunidad para que nuestros chicos desplieguen sus alas y levanten vuelo. El arte de la buena paternidad consiste en ir acompañándolos en sus primeros vuelos y de a poco ir soltándolos a medida que los vamos viendo preparados.

En las vacaciones relajamos los horarios de volver a casa, de acostarse y levantarse, también la vigilancia, pero corremos peligro de abandonarlos al confiar por demás en el lugar de veraneo («es tranquilo y muy seguro»), en las compañías («son buenos chicos, los conocemos de otros años»), en las actividades que realizan («todos andan en cuatriciclo sin casco y sin registro», o «yo le enseñé muy bien lo que es el sexo seguro»), en lo que consumen («si no toma en el verano, ¿cuándo va a hacerlo?», o «mi hija no toma, estoy tranquilo»).

Se conjugan dos cuestiones que, juntas, pueden convertirse en dinamita. En primer lugar, la conciencia moral se diluye en el grupo. Esto quiere decir que los chicos pueden no pensar bien y tomar malas decisiones al estar en grupo, para no perder su lugar, para no ser el único que no se anima, porque si todos lo hacen debe estar bien (tomando por natural lo que no necesariamente es normal). A diferencia del año escolar ellos pasan muchas horas juntos y sin supervisión ni referentes adultos.

Ver también: El alcohol y los adolescentes 

En segundo lugar, la conciencia moral también se disuelve en el alcohol (y otras drogas). Bajo sus efectos los chicos no se cuidan bien y no registran, por ejemplo, la pérdida de reflejos para manejar. También aceptan transas, chapes y otros manoseos a los que no llegarían con tanta ligereza estando sobrios, lo que es de alto riesgo porque, llegado a cierto nivel de consumo, pueden ni acordarse de lo que hicieron o con quién estuvieron cuando se levantan al día siguiente.

En el ámbito de la sexualidad, algunos factores, como el hecho de que el sida haya pasado a ser una enfermedad crónica o que la pastilla del día después sea de venta libre, no ayudan a nuestros adolescentes a tener conciencia de los riesgos que corren.

Sabemos (o aprendamos) que el hígado no está preparado para metabolizar el alcohol hasta los 18 años. No tienen sentido argumentos como «prefiero que tome en casa alcohol bueno bajo mi supervisión a que tome cualquier cosa en la calle», frase muy escuchada a los padres que autorizan los famosos preboliches en las casas.

Hay muchas cosas que los adultos podemos hacer:

1) Conversar con ellos de estos temas. En charlas cortas, sin lecciones de vida, en las que enseñamos nuestros valores y criterios, en las que preguntamos lo que piensan, sin escandalizarnos por sus respuestas, para saber dónde ajustar, de qué conviene que nos sigamos ocupando. Que los chicos tengan claro lo que pensamos y lo que esperamos de ellos, y las consecuencias o penitencias cuando no cumplan.

2) No soltarles la mano. También son nuestras vacaciones, pero los chicos y adolescentes necesitan nuestra supervisión. Es importante que sepamos dónde están, quién es el adulto a cargo, qué van a hacer, a qué hora vuelven o a qué hora los buscamos.

3) Permanecer cerca de ellos. Llevándolos y trayéndolos, abriendo nuestra casa para sus amigos, recibiéndolos cuando llegan. Nuestra cercanía los protege porque les complica las eventuales transgresiones a nuestras pautas y también porque no da espacio para que otros «asesores» (que no elegimos nosotros) se ocupen de esa tarea.

Los padres damos los lineamientos y hacemos todo lo posible para que nuestros hijos los sigan, no somos policías ni podemos estar pegados a ellos todas las vacaciones, pero si nos mantenemos cerca y vamos aflojando la supervisión cuando los vemos preparados, y si expusimos nuestras pautas con claridad, ellos las llevarán «puestas» cuando estén más lejos.

De la redacción de tvcrecer Fuente: Maritchu Seitún para LaNacion.com

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