Familia 60

Marcas de la primera lectura

En realidad, para ser ordenados, debiéramos comenzar por reconocer que las primeras marcas provienen de la oralidad y no estrictamente de lo que llamamos lecturas. Son textos, eso sí. Palabras sin soporte de papel, la materialidad de las palabras sin continente físico.

Marcas de la primera lectura: En realidad, para ser ordenados, debiéramos comenzar por reconocer que las primeras marcas provienen de la oralidad y no estrictamente de lo que llamamos lecturas. Son textos, eso sí. Palabras sin soporte de papel, la materialidad de las palabras sin continente físico. Casi como el agua sin vaso. Es decir: la importancia del decir. El decir que no es un decir.

Las primeras marcas las dejan los decires, son orales: la conexión está oculta. Entonces parece mágica. Mágica y todopoderosa: sirve para nominar al mundo, para significarlo, para poblarlo de sustantivos queridos y queribles: ma-má, pa-pá, te-ta, o-so, pe-lo-ta… Pero también de palabras que suenan, que acarician, que tranquilizan:

Arroró mi niño,

arroró mi sol.

Arroró pedazo

de mi corazón.

También, que hacen reír, que juegan:

Tortitas, tortitas,

tortitas de manteca,

mamá me da la teta.

Tortitas, tortitas,

tortitas de cebada

para papá que no da nada.

O:

Este nene

se fue a París,

en un caballito gris.

Al paso, al paso,

al trote, al trote,

al galope, galope, galope.

Es decir que las palabras –todas las palabras– tienen dos caras, una que es verdadera o falsa y la otra que es bella o no lo es. Una cara que le habla a la cabeza y la otra también al corazón.

Pero esas palabras se juntan, se superponen, se rechazan en cada persona concreta, en cada chico o chica, y dejan esas marcas de verdad y belleza, esas marcas informativas y literarias que van construyendo a esa criatura. Y que ya no son dos marcas diferenciadas, perfectamente individualizables. Porque son marcas que se enciman, a veces ocultándose unas a otras, otras veces transparentes. Qué marcas, si no, dejan “hambre”, “mamá”, “cosquillas”, “pobreza”, “gol”…

A poco que lo consideramos vemos que no sólo las palabras dejan huellas. También hay conjuntos de palabras, grupos, cortejos de palabras que nos dejan marcas. Esos conjuntos dejan unas huellas más genéricas, tal vez. Por eso digo “había una vez” y vuelve una marca que podríamos denominar cuento. Pero no solamente me trae la estructura de ese tipo de narración, también me trae la agradable y tierna imagen de un ser querido, que tal vez ya no esté, contándome un cuento al costado de la cama y yo, niño, haciendo esfuerzos denodados para no cerrar los ojos y quedarme sin saber qué fue de aquellos dos hermanitos perdidos en el bosque. Dice Ana María Machado:

“Yo recuerdo perfectamente bien a cada uno de los que me introdujeron en los diferentes espacios de ese territorio constituido por los clásicos para niños.

Tal vez mi memoria se refuerce porque, como soy la mayor de una familia con muchos niños, puedo oir aquel repertorio una y otra vez.

En efecto, es así: sé exactamente qué nanas cantaban mi madre y mi padre y cuáles eran las favoritas de cada uno.

Cantar ciertas rondas me evoca directamente a algunas tías.

Ciertos juegos verbales y cuentos folklóricos me traen de vuelta a mi abuela de una manera perfectamente nítida y vívida.

Y también puedo identificar claramente que mi madre era quien acostumbraba a narrarme mayormente cuentos tradicionales y de Grimm, mientras mi padre me hizo conocer a Don Quijote, Gulliver, Robin Hood y Robinson Crusoe.”

Es decir que en esas marcas hay una parte de ellas que tiene que ver con los quién, cuándo, cómo, dónde, con quién y otros contextos de ese texto. Que tal vez sean las razones como para que sean esos textos y no otros los que dejan su huella.

Digo “arroró” y evoco una canción y una voz tierna y un suave y tibio vaivén, siempre en el mismo lugar y todo esto conduce al sueño porque, como dice Bettelheim, la repetición da seguridad contra lo imprevisible de la vida…

Sin embargo, también hay que decirlo, algunas palabras y algunos textos dejan huellas tan profundas como camino de campo en invierno, y otras, parafraseando a Graciela Montes, dejan huellas de morondanga, marquitas, ¡bah!. Y es más, algunos pasan sin quedar registro alguno. Sé, por ejemplo, que Melquíades es un nombre propio, masculino, singular (¿vieron que en 4º grado a veces atendía un poco?). Pero tengo un registro liviano, casi nulo, una nada. Sin embargo tal vez no sea así para un chico — ya sea argentino o mexicano– que se entusiasmó con Aníbal y Melquíades de Francisco Hinojosa. Fíjense como empieza la presentación de este libro en el catálogo de la editorial, si no es para dejar una huella ancha, generosa: “ Uno era el más fuerte y temido de la escuela. Podía cargar el escritorio de la maestra con todo y maestra; era capaz de matar alacranes con la mano y comerse una lata de ajíes sin sudar. El otro era tan débil y flacucho que chupaba los caramelos porque no tenía fuerza para morderlos.”

Pero volvamos. Me quiero ocupar ahora de esos cortejos de palabras, de esas procesiones donde las palabras se ubican de cierta forma, no de cualquiera, una detrás de otra, una conectada con otra. Sí, estoy hablando de los textos, que cuando son literarios traen, además, la construcción de ciertos personajes, que como las personas, son únicos e irrepetibles. Hasta los arquetipos son únicos. A los que, además, les pasan cosas que, a falta de mejor nombre, llamo historias. Historias parecidas a las que me sucedieron, ocasionalmente o siempre-siempre; historias que me gustaría mucho que me sucedieran pero nunca me suceden; que ojalá que le sucedan siempre a los del cuento y a mí no; que a mí no me suceden pero son las cosas que siempre le suceden a fulano o fulana; digo yo: ¿por qué a mí no? …

Y estos personajes y estas historias nos dejan marcas cuando se juntan dos elementos: si las historias están bien contadas y si nos llegan justo en un momento en que las podemos recibir, tan buen momento como para apropiarnos de historias y personajes, como para darles volumen. Retomando un concepto que pareciera haber caído en desuso: si la obra abierta que propusiera Umberto Eco se uniera a un lector también abierto, no sólo receptivo del discurso ajeno sino con voluntad y capacidad de coautor. Me apresuro a aclarar que esa voluntad y esa capacidad frecuentemente es momentánea.

Para ir cerrando, también diré que hay otras marcas que no tienen que ver con las palabras sino con las escenas de lectura, con ciertos contextos: el olor a frito del saco de lana de la abuela mientras nos lee un cuento, sentados en su falda; el leve hormigueo en los brazos de cuando nos acostábamos boca arriba sobre el fresco de las baldosas del patio y sosteníamos el libro por sobre la cabeza, paralelo al piso y a la parra zumbante de abejas; el aroma lejanamente picante de papel, tinta y cola al abrir un libro nuevo; el dolor de vejiga por aguantar el pis porque, ¿cómo voy a dejar a mi héroe ahora, en medio de esta peripecia, por este mundano deseo de orinar?

Estos contextos también están inscriptos en marcas de las lecturas, son tan marcas como aquel “pan herrumbrado” con que, alguna vez, me sorprendió Tito Camilli, sí ese mismo Ernesto Camilli de El sol albañil, que hoy, vaya a saber por qué, aflora.

Dije hace un momento que esas marcas suelen ser literarias o informativas. Pues bien: estas dos líneas seguirán durante toda la vida. A veces paralelas, otras veces no. Junto a las marcas que dejaron en mi Stevenson, Salgari, Twain también está la marca de Jorge W. Ábalos, que además de Shunko, escribió ¿Qué sabe usted de víboras?, uno de los libros de divulgación más interesante (y que no envejeció). También hay alguna marca dejada por los libros de Illin, otras por unos libros flaquitos de la Editorial Kapelusz de los cuales ya no recuerdo ni quiénes fueron sus autores ni el nombre de la colección, pero que los estoy viendo… Estoy seguro de que, en los últimos 15 años han dejado marcas los textos informativos de Leonardo Moledo, Miguel Ángel Palermo, Carla Baredes e Ileana Lotersztain (las autoras de Iamiqué), entre otros. Y estoy seguro porque sus textos –otra vez– están bien escritos y se refieren a temas interesantes para niños o jóvenes.

Sin embargo cuando leemos ficción requerimos de la información de la no ficción. Es decir, cuando Salgari, gran embustero, desarrollaba sus historias se servía de palabras reales para construir su verosímil: decía selva, puñal, jarcia, estribor y esas palabras se correspondían al significado del diccionario. Lo que no existe, ni existió jamás, es esa historia jugada por esos personajes.

Continúa…

tvcrecer agradece al Carlos Silveyra

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